Una manera de entender el proyecto de nación

Todo suceso de trascendencia histórica obedece a una motivación psicológica primaria, ya sea individual o colectiva, porque los acontecimientos determinantes para señalar los destinos de una nación no surgen al azar ni espontáneamente, sino que se gestan en períodos dilatados y casi siempre reconocen como origen un determinado ideario político, social o religioso. Tal ha sido la constante histórica de la humanidad.
Los acontecimientos históricos que culminaron  en la independencia política de Méjico  con relación a España  no pueden explicarse sino en función de una actualización de desvalores que debilitaron el sistema de gobierno monárquico, que había venido perdiendo gradualmente, desde el siglo XVIII, el carácter católico, social y representativo de la Monarquía tradicional española. Los Habsburgos, fieles observantes de las doctrinas escolásticas y de buen gobierno de San Luis y de Dante, de Vitoria, de Menchaca, de Suárez y de la escuela salmantina toda, habían impreso el sello de la búsqueda del Bien Común a las instituciones y a los actos de gobierno de los siglos XVI y XVII. En el siglo XVIII, por el contrario, las nuevas políticas abrieron una ancha puerta a la doctrina absolutista de génesis bodiniana que olvidó la búsqueda del Bien Común como objetivo básico de toda conducta política. Así se buscó la consolidación de un Estado transpersonalista y pragmático, divorciado de la tradicional concepción española y cristiana del mundo y del gobierno. De este modo, la altísima concepción del Poder que desde don Pelayo  de Covadonga hasta Carlos II, pasando por los Sanchos y los Fruelas, por los Alonsos y los Fernandos, por las Casas de Castilla, de Trastámara y de Aragón; por los autos, las recopilaciones, los Fueros de Castilla y las Ordenanzas de Indias, había campeado con gallardía en todas las legislaciones y los legisladores españoles, vino, con las nuevas teorías de origen francés y con el ensoberbecimiento que comporta ceguera irremediable, a sintetizarse en aquella frase desafortunada que proclamó el más cabal de los absolutismos: “Los súbditos han nacido para callar y para obedecer, y no para opinar en los altos asuntos del Gobierno”,.
Esta tierra padeció con particular aflicción los efectos nefastos del absolutismo cuando el Visitador Gálvez, para acallar las protestas populares de 1767 por la expulsión de los Jesuitas, que habían enseñado con dedicación y altruismo desde las aulas del entonces Hospicio de la Santísima Trinidad, impuso tributos onerosos que debilitaron enormemente a sus habitantes. A no dudarlo, el recuerdo de aquellos hechos de infausta memoria habrían de influir en el ánimo popular para los acontecimientos iniciados en 1810.
Aquel movimiento reconoce entre sus causas internas –en imprescindible conjunto, desde luego, con los intereses externos, que fueron determinantes para avivar el fuego-  la respuesta del gobernado frente al estado transpersonalista y absoluto, repitiéndose así, en estas latitudes, las causas que originaron la revolución francesa de 1789, de la que la insurrección  mejicana no es, a la postre, sino una secuela no demasiado tardía.
Entonces se señaló un primer paso hacia lo que muchos idealistas soñaban: la soberanía estatal de Méjico, cuya noble aspiración  habría de reconocer dos momentos culminantes: el uno, el 27 de septiembre de 1821, con la conclusión de la guerra civil y el trazo de un programa de unidad y de concordia hacia un Méjico libre, soberano e independiente,  construido bajo un proyecto genial, el Plan de Iguala,  sin resabios de amargura, ni odios fratricidas, ni rencores suicidas contra ninguna de las vertientes forjadoras de la identidad nacional; y el otro,  el año de 1836, con el reconocimiento de Méjico, por parte de España, como un Estado soberano, recién admitido en el concierto universal de las Naciones.

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Desde entonces, el proceso de búsqueda de la identidad nacional ha recorrido largos y tortuosos caminos, que a las veces han sido errados y equívocos, cual corresponde a una nación joven que gesta su propia entidad; pero que en ocasiones ha mostrado paisajes luminosos y en no pocas veces se ha ennoblecido con gestas de heroísmo y de martirio.
Hoy, a ciento ochenta y nueve años de aquel parto nacional de 1821, los mejicanos debemos hacernos la misma pregunta que se hicieron a sí mismos nuestros abuelos de entonces:
¿Cómo debe ser la Patria que queremos?
Queremos una Patria sana, noble y fuerte en un Estado  Nacional consciente de sus tradiciones, pero a la vez maduro y moderno; un Estado sabedor de su necesidad de interdependencia y orgulloso a la par de su propio valer. Pero sobre todo, queremos un Estado capaz de defender su propia entidad nacional e histórica; que sirva a la Nación y que no se sirva de ella; un Estado, en suma, capaz de salvar su propia civilización occidental frente al embate del pragmatismo y de la técnica, ayunos de todo valor espiritual.
Queremos un Estado que supere los viejos tabúes decrépitos, de reminiscencias decimonónicas; que se modernice sin perder su propia esencia y sin renegar de sí mismo. Por ello, y con la plena conciencia de su hora histórica, el Méjico de hoy realiza una labor sólidamente encaminada a abatir los viejos mitos que anquilosaban al individuo y le mutilaban la conciencia. Somos afortunados testigos de la evolución de nuestras instituciones políticas, de la decidida lucha del Estado institucional contra la amenaza de la delincuencia que nos agrede y que aterroriza a nuestros hijos y a nosotros mismos; de la valentía incuestionable con la que se hoy afrontan, por congruencia y por convicción, los ataques cotidianos que generan los intereses particulares y de cofradía por encima de cualquier consideración trascendente y más allá del mínimo respeto al Bien Común. Somos testigos de los actos de gobierno que luchan por liberar a Méjico del potro de tortura en el que ataduras añejas, intereses bastardos e inconfesables, tabúes jacobinos y proteccionismos limitantes lo tenían postrado contra toda razón y contra todo derecho.
Ante los derrotistas y ante los pesimistas, proclamamos nuestra fe en el futuro de la Patria; nuestra confianza en el pueblo mejicano para proseguir en la ambiciosa empresa de concluir una Patria más noble y más rica, despojándonos de los pesimismos que todavía superviven en los residuos de quienes se niegan a aceptar el paso de los vicios y ladran ante el galope de los tiempos. La vida, inexorable, los irá segando hasta que queden solo como un fantasma para la sana juventud.
La trascendencia de los ideales de la Patria de hoy debe basarse en ofrecer al mundo soluciones cristianas, eficaces y justas, que admitan parangón con ventaja en los sistemas más justos y avanzados en el orden social, pero que conserven los bienes espirituales y morales heredados de las milenarias civilizaciones indoespañolas de que procedemos.
Nuestra vocación ha de ser  militante; y nuestro ánimo, creador. Queremos una estructura política robusta y actual; unos instrumentos de acción eficaces y una fe capaz de responder firmemente y con verdad a la apostasía, al escepticismo y a la traición. Queremos todo ello para salvar, de verdad, las esencias de la convivencia democrática, que debe tender a la unidad en la concordia, por encima de partidismos, sectarismos, intereses, egoísmos y fracciones.
Queremos un Estado compuesto de hombres que ejerzan en lo individual, como decía Vázquez de Mella, las tres funciones que Montesquieu atribuía al Estado: hombres que tengan la facultad de legislarse a sí mismos con el recto escogitar de sus acciones; que tengan su facultad ejecutiva en la voluntad, y que tengan su poder judicial en la conciencia.
Toda obra necesita perfeccionamiento; y el de la Patria  debe ser nuestro afán de cada día: mejorarla y perfeccionarla en cuanto tenga de perfectible, pero juzgándola por sus frutos; por la forma firme y segura en que culmina sus distintas etapas. Los cambios evolucionan hacia el progreso, hacia las formas nuevas y esperanzadoras, nunca hacia los estilos viejos y agotados.
La Patria, que es presente y futuro con el recuerdo del pasado, se forja a golpes de yunque y con la lucha, pero con el pensamiento en el pensamiento en las glorias que fueron y el ansia de engrandecerla en lo venidero.
Este es nuestro reto, esta nuestra esperanza; éste, el compromiso con las generaciones que habrán de sucedernos.
Muchas gracias.

 

Mariano González-Leal